Maricel

Alvaro Ramírez Velasco

Es cautivadora, aunque nunca será perfecta; es una irresistible hada maligna, inconstante, radical y narcisista.
Aun así refugio mis silencios en su recuerdo.
En poco tiempo me llenó de besos, me hechizó; dejó que bebiera del néctar más profundo de su intimidad. Después no la he vuelto a encontrar, desapareció. Sólo me queda el ligero aroma de su piel, de sus manos tras tocarme y hacerme el amor. Después, la macabra noche y una contundente soledad.
“No quisiera parecer estúpida o mojigata -dijo-. Tampoco soy anticuada, es sólo que creo que la claridad no estorba. ¿Te gustaría venir a visitarme a mi oficina hoy como a las 6:30? Te llamo al rato”.
En la grabadora de mi cubículo, mezclándose con el ruido constante de los teclazos y de las máquinas que imprimen el diario, su mensaje sonó irreal. En un principio supuse que en una ciudad tan grande como ésta, cualquiera puede equivocar un número. El mensaje se repitió siempre a la misma hora, durante varios días y siempre con el mismo tono, con la misma dicción: su voz ronca y femenina, su risa franca y sus astutas frases, traspasándome, distrayendo mis más profundas concentraciones.
Audaz y tierna, jugueteando con mi imaginación, así se mostraba en sus mensajes telefónicos. Siempre sabía cuándo llamar, cuándo no encontrarme para dejar su voz en mi grabadora; al parecer me conocía y, a pesar de invitarme a verla, de citarme constantemente, nunca ponía un lugar, ni siquiera me daba un teléfono en donde localizarla.
Un buen día encontré su nombre en mi agenda; ¡yo nunca lo escribí!, juraba al tiempo que, apurado, marcaba los diez dígitos que hallé.
Raro, pensé, en esta ciudad los números telefónicos tienen sólo ocho.
Una grabación de su voz me consoló entonces. Era ella, Maricel, quien con insistencia cincelaba mis sentidos; necesitaba conocerla, mirar su rostro, sentir su cuerpo. Añoraba ya a esa mujer maravillosa. Sabía que sólo ella podía devastar mis más íntimos deseos, inundándome de placer.
La víspera de nuestro primer encuentro, sobre el buró de mi habitación hallé un libro: Compilación de cuentos de terror y sexo ausente de pudor.
El autor, no puedo recordarlo sólo vienen a mi mente sus apellidos: Ramírez Velasco, o algo así.
La página, como escogida: 11. El cuento: A media noche entre brujas y hadas.
Mi sorpresa: la descripción exacta de aquella mujer que, sin materializarse más allá de los sonidos telefónicos, ya ocupaba por completo mis pensamientos.
En el primer encuentro la suerte sonrió: delgada, rostro tenue, invadido de ternura, inconmensurablemente hermosa; su carácter jovial, franco, agobiante; su mente nunca dejaba de pensar, era un constante manantial de ideas e inteligencia.
Le pregunté entonces la razón de buscarme, de llamarme por teléfono; evidentemente no era una mujer que ansiara una aventura, a la vista quedaba que cualquier hombre se sentiría orgulloso de surcar a su lado los más infinitos universos.
No respondió. “Eso, guapo, es algo que prefiero quedarme para mí”, fue lo único que dijo. No pregunté más, de repente me invadió el temor de que desapareciera en cualquier momento.
Poco hablamos de nosotros. Ella bebió una cerveza oscura; yo un café que por costumbre acompaño con una coca cola, magnífico menjurje que aviva los sentidos para las largas noches en la redacción de un periódico.
Sonreía, y yo la miraba a los ojos; me miraba e inexorablemente mi mente volaba hasta desnudar con la imaginación la esbelta figura que tenía enfrente.
Esa tarde no hubo besos, pero nuestras mentes redactaron sendas listas de deseo, de caricias, de abrazos lúbricos y cálidas noches.
El escaso tiempo que teníamos hizo que el siguiente encuentro se postergara por una semana más.
Durante esos siete días, los mensajes telefónicos subieron de temperatura. Extrañamente pocas veces platicábamos y cuando lo hacíamos el tono era amable, hasta romántico diría yo, pero nunca con la sensualidad, la “cachondez”, decía ella, que por medio de las grabaciones telefónicas.
“Este será un mensaje breve, sólo para puntualizar: la cachondez me incita, me estimula, me atrae, me maravilla, pero no me ruboriza. Para mí un beso romántico es un beso tierno, dulce, cálido y encaminador. ¿Para ti también? ¿Dónde quedaron las respuestas a mis preguntas? Por último, si se trata de un beso cachondísimo, si lo recibo. Cuídate. Maricel”, era su respuesta luego de que, imitando su audacia, dejé en su grabadora un mensaje que entre líneas señalaba mis aspiraciones.

Esa noche de Semana Santa aquel bar se hizo más grande. Unas cuantas parejas y algunos devotos de Baco le daban ambiente. Escogí una mesa refugiada por la penumbra, lejos de todos. Llegó casi de inmediato; lucía más bella que en la imagen guardada en mi memoria durante una semana.
La charla fue exquisita. Después de algunos tequilas, le acaricié un hombro; ella buscó mis labios, que de inmediato respondieron al beso que yo reservaba para más adelante y que en ese instante se hizo inevitablemente oportuno.
Llegó el beso número cien -tal vez exagero y fueron menos-, llegó también la invitación a salir del lugar.
-¿A dónde vamos Maricel?-, le dije.
-(Silencio), la respuesta mientras me besaba con aquel prometido encanto “encaminador”.
Ya en su departamento, vinieron otras copas, arribó la ternura y súbitamente se nos convirtió en pasión. En la cocina, en medio de la oscuridad, nuestros cuerpos se buscaron hábilmente.
Mientras la besaba apurado, sintiendo su cintura y sus caderas, rozando amoroso su entrepierna, de nuevo me invadió el temor de que en cualquier momento desapareciera.
Los besos crecieron en la misma proporción en que la ropa abandonaba nuestros cuerpos. Nuestro sudor se mezcló, como se mezclaba nuestra saliva, nuestros gemidos, nuestros jadeos; la noche se tornó interminable.
Después, la tormenta de placer. Calma.
Me quedé junto a ella, desnudos los dos del alma y el cuerpo.
Se levantó a buscar no sé qué.
La miré caminando desnuda, por detrás.
Me derritieron entonces su porte y las dulces pecas de su espalda.
La brisa de la madrugada me hizo dejar su cama.
Un nuevo día entre las notas informativas me reclamaba.
Como siempre llegué al diario, pero el edificio ya no estaba. La calle no existía. Corrí a un teléfono público y marqué a mi casa sólo para encontrar una grabación que decía “el número que usted marcó no existe”.
Quise regresar a su departamento, pero no pude recordar el camino, ni la dirección.
En mi agenda al parecer nunca había estado escrito su nombre.
Hoy, mientras camino a ningún lugar, a la vez que extraño todo de ella, me doy cuenta de que Maricel es real, es mujer, es amante, es miel y fuerza.
Hoy, mientras camino a no sé dónde, me doy cuenta de que yo soy el irreal; no tengo a dónde ir ni en quién refugiarme.
Pienso en ella, pero ella ya no piensa en mí. Fui sólo el producto de su imaginación. ¡Yo no existo!