A medianoche entre brujas y hadas (Cuento, primera parte)

Álvaro Ramírez Velasco

Todo en ella tiene un matiz delictivo que contrasta con su dulce rostro.
¿Su mirada? Ni qué decir: audaz, ansiosa, anunciando el brillo que llega como fuego tras haber planeado un hechizo más.
¿Su edad? Las brujas no tienen edad. Es eterna.
No está viva, sólo muere un poco cada noche; no lo suficiente como para que se extinga el veneno de sus delgados labios.
¿Su aroma? A melancolía. A incienso penetrante; en ocasiones a soledad y tristeza.
No puedo definir su olor, es único... ¡Ah, también peligroso! Si te acercas ligeramente a su cuello, quedarías inexorablemente rendido a sus pies, embrujado, tal vez para siempre.
¿Hasta la eternidad? No sé, hay eternidades que empiezan por la moraleja.

Genaro interrumpió el monólogo que Obed escuchaba con atención, sintiendo tal vez un poco de miedo. Los dos, solos a medianoche, caminaban por Avenida Observatorio. La francachela había quedado atrás.
Sin llegar a la embriaguez, habían bebido desde las seis de la tarde, y hasta que la escasez de efectivo dejó para otra ocasión una descomunal parranda.
Fue entonces que Obed, en medio de su incertidumbre, quiso dar un tono simpático a la narración de Genaro:
-No me vas a decir que tu bruja vuela en escoba-, ironizó.
-No cómo crees. Tiene un auto compacto color vino. Le encantan los colores oscuros, no sólo el negro-, le espetó casi molesto y continuó:
Sé que te lo tomas a broma, pero lo que te dijo es cierto. Yo mismo tuve mis dudas al principio, pero comencé a atar cabos: es a simple vista una mujer normal, bellísima sí, pero sin nada que delate su verdadera condición.
Después, la miras a los ojos con atención y descubres esa malicia, ese aire criminal.
Sus manos son delgadas, suaves, impecables, cuidadísimas, las debe mantener así para preparar con agilidad sus hechizos, sus "magias", como ella les llama.
Es delgada. Su silueta es excitante.
Es, por decirlo de alguna manera, extrañamente perfecta. No es que se trate de una modelo de Hollywood —por cierto ella odia ese tipo de películas—, sino que es frágil y hermosa. Está llena de impredecibles contrastes.
En una ocasión me le acerqué para pedirle un cigarro. Cuando me lo dio, de mamón le dije "gracias te vas a ir al cielo". Me contestó que no le interesaban ni el cielo ni el infierno, porque en el primero está Dios, quien, según dijo, se inyecta, fuma, bebe, porque no le pasa absolutamente nada, lo que lo convierte en una farsa. Y en el infierno, los delincuentes, criminales, asesinos, etcétera, no son los suficientemente interesantes para ella que los conoce a la perfección.
Después de decirme lo anterior sonrió y te juro que sentí pavor.

La noche transcurría en medio de un clima de paz; la luna se dejaba ver plena, iluminando por completo las avenidas que a su paso dejaban Obed y Genaro.
A ratos la narración de Genaro era interrumpida por el ruido del motor de algún táiler que pasaba muy cerca de ellos.
Así entre el miedo, el silencio y la excitación que producía el relato de aquella bruja posmoderna, los dos amigos llegaron hasta el Panteón de Dolores, ese inmenso templo de descanso eterno que se erige infinito, y que de noche es tétrico como ningún otro.

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El insomnio devastaba a Dulce; los excesos de ese fin semana la tenía al borde de la desesperación.
Buscó entonces un vaso, lo llenó de vodka; dos hielos y una cáscara de limón lo coronaron.
Apuró el brebaje casi de un sorbo; la noche anterior había “nevado” demasiado en sus adentros. Se sentía sola y triste. La melancolía la invadía.
Inevitablemente volvió al pasado. Recordó su último encuentro con María Sabina, hace apenas unos años, antes de que la bruja oaxaqueña emprendiera el viaje hacia el infinito.
Sus enseñanzas, sus consejos, lo último que le dijo, las recomendaciones que le hizo, todo vino de repente a su memoria.
Suspiró entonces por la compañía, la guía casi maternal, de la sacerdotisa.
María Sabina era unos quinientos años menor que ella; no obstante, Dulce la respetó hasta el umbral mismo de la eternidad, cuando tomó su mano y con un beso en la boca la despidió.

El dolor nasal vino de repente, aunque era bruja, también estaba supeditada al sufrimiento de los mortales, requisito indispensable para vivir entre ellos.
Miró por la ventana, se dejó tocar por la luz lunar. Se sintió mejor. Se acarició los brazos y los senos, mientras una sonrisa que súbitamente se transformó en carcajada hizo explosión y sus ojos se iluminaron.
Se llevó la mano derecha hasta el pubis; se tocó, dejando que sus dedos exploraran dentro de sí, abasteciéndola de deseo, de lascivia. Siguió tocándose, a la vez que apagados quejidos confirmaban el placer que sentía a flor de piel.
Llegó el último quejido, tras él un pequeño grito, después algunos jadeos que poco a poco se fueron extinguiendo.
La respiración poco a poco regresó a su ritmo normal.
Era una noche perfecta para salir de la oscuridad en que estaba agazapada, para penetrar en lo impredecible, una noche para una más de sus "magias".
Se vistió sin prisas con un impecable terno negro; disfrutaba la imagen que desnuda y a media luz le devolvía el espejo.
Tomó su bolso, hurgó dentro hasta encontrar una grapa de polvo blanco. La dejó sobre el buró, ya era suficiente por ese día, su sed ahora era de sangre y sexo.
Sus pasos tomaron la ruta del deseo.

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La Avenida de la Reforma se extendía casi solitaria; en su auto devoraba las calles que, sin rumbo fijo, la llevaban a reclamar un cuerpo, mil caricia, el voluptuoso antídoto contra su soledad.
Un silencioso monólogo la invadió por dentro:
“Soy capaz de trepar por las paredes, me hace falta calor, una vida en la víspera de la muerte. Un hechizo, tal vez. Necesito los ingredientes. Un cuerpo, una muerte que me resucite antes de llenarme de placer. Un poco de sangre coagulada, fría, el aperitivo perfecto para un banquete de sexo”.
Se acarició el cabello, sonrió sórdidamente. Dirigió su auto hacia el Panteón de Dolores, en donde solía “surtirse de las materias primas para sus hechizos”: extremidades humanas, cráneos aún semipoblados por cabello y carnosidad, sangre putrefacta, órganos deshidratados, etcétera. Era como un supermercado para brujas.

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Genaro encendió la última bacha de mariguana que celosamente había guardado en su morral y le ofreció una fumada a Obed, quien de inmediato la despreció. Consideró que era imprudente la combinar del cannabis con el litro de ron que aún transitaba sus venas.
Genaro sonrió y succionó con fuerza el cigarro. El humo pareció llegarle muy profundo, hasta la uña del dedo gordo del pie derecho. Sostuvo la fumada unos segundos y luego exhaló satisfecho.
—¿ Te sacó de onda lo de la bruja? —le preguntó Genaro con ironía y con la voz ahogada por el golpe de mota.
— No. Lo que me extraña es la soledad de las calles, no hay nadie a la vista, y mira en el panteón ya no queda ni la florista que casi siempre pasa las noches enteras esperando a sus clientes... Aún no es tan tarde —terminó diciéndose para sí.
— Mejor, así podemos cruzarnos por el panteón, para llegar más rápido a tu casa, pinche gordo.
— No me late
— No seas sacón, lo hemos hecho miles de veces —le reprochó Genaro.
Obed tronó los labios y asintió. Qué podía pasar si efectivamente era práctica cotidiana danzar borrachos entre las tumbas, sin mayor temor, salvo a que el vigilante los sorprendiera y llamara a la policía.

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A pesar de que la curva era cerrada, la aguja del tacómetro alcanzó los 150 kilómetros por hora, mientras el pie de Dulce se hundía en el acelerador.
A su paso y en la soledad de la noche se escuchaban sus carcajadas alejándose con el auto. De repente, cuadras antes del Panteón de Dolores, paró súbitamente para bajar del vehículo.
Primero apareció su pierna izquierda enfundada en medias negras y su pie en un zapato de un fino tacón. De la puerta del auto fue apareciendo más y más su larga y estupenda pierna hasta que casi al final de su muslo interrumpió una diminuta falda.
Bajó completamente para dejarle ver a la luna sus caderas anchas y sus glúteos musculosos y redondos, apretados por una minifalda de cuero negro, como el resto de sus ropas. Su cabello largo ondulado aún estaba húmedo y sus labios, pintados con un carmín de un rojo encendido como el pecado, brillaban con el beso que recibía de la luz lunar.

La cuerda ensangrentada (Prefacio de la novela)

Alvaro Ramírez Velasco

“No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba... ”
José Alfredo Jiménez


Te bajamos lento. Te bajamos con mucho, mucho dolor. Los cirios se apagaron. Quedaste en el panteón, solo, sin calor, ya sin agonía. Con la calma fría que dejó la lluvia que acompañó tu entierro.
¿Qué me queda Kito?, ¿tu recuerdo?, este recuerdo que con los años superarán los días, los deberes, los amigos, los hijos. O tu esencia, tu forma de ser, tus canciones, tu ironía, tú.
No he podido llorar como quisiera, a mares, sin fin, quebrándome por dentro. A veces río cuando alguno de tus amigos, Óscar o el Gaby, cuentan alguna de tus anécdotas pueriles, divertidas, maliciosas.
A veces lloro cuando en tu cuarto busco inútilmente el olor que dejaba tu cruda bohemia, cuando reflexiono lo que pasa y sé que nunca volverás a tocar tu guitarra Ibáñez eléctrica.
Te amo y sé que te lo dije muchas veces, cuando me contestabas: “ya cabrón deja de estar chingando...” Lo sabías muy bien, y tal vez hasta inconscientemente te hacía falta mi cariño cuando te sentías solo y profundamente deprimido, tanto o más como hoy me hace falta escucharte, por lo menos mentándome la madre, igual que cuando te despertaba temprano, te abrazaba y te besaba.
No me lo explico. No sé cuándo mutaste del niño cariñoso y noble que solíamos ver, al hombre prematuramente amargado y ansioso. No fue sólo cuestión de edad o inmadurez, fue algo más que te hizo sufrir hasta el último respiro, y que sólo tú conociste.
Qué inútil resulta buscar las explicaciones que nos exoneran de culpa y esbozan la calma. Simplemente no hay caso. En nuestra familia se estila la ausencia de comprensión. Seguramente por eso no la buscaste entre nosotros. Quizá alguno de tus amigos, para quienes eras alegre, talentoso y feliz, lo sepa; ahora eso ya no importa.
¡Cuántas pendejadas me abordan hoy! Pero necesito escribirte esto, escribírselo a todos, absolutamente a todos los que te conocieron. Decirles: me duele, me quema y me rompe lo que siento; contarles mi parte de culpa. Porque en esta tragedia todos tenemos algo de culpa: hay buenos y malos; víctimas y verdugos.
Seguramente los últimos cinco minutos de tu vida fueron tan crueles como los primeros cinco meses sin ti, de infierno. Estuviste, tal vez, cinco minutos ante la disyuntiva de acabar con tu vida. Cuando pusiste la soga en tu cuello, posiblemente pensaste en mamá, pero no diste marcha atrás; pensaste en papá, pero no diste marcha atrás; pensaste en todo lo vivido, pero no diste marcha atrás.
Moriste lento, con la ansiedad que causa la falta de aire, la tráquea estrangulada, el cuello sangrante, mientras la vida se va.
Tuviste la última oportunidad que da la vida, pero elegiste la soga. La muerte la sentiste sólo un momento, minutos, segundos tal vez. Ahora ese dolor, esa angustia, esa muerte, a nosotros nos las dejas para siempre.
La gente comienza a irse; se quedan con nosotros sólo los más allegados. Cony, nuestra vecina, quien en dos días casi no ha dormido, arregla con los de la funeraria lo pendiente. Ella es abogada como papá y sabe de estos trámites.
Mañana es año nuevo. El próximo 16 de enero hubieras alcanzado los veinte años.
¡Carajo!, cuánto dolor.
Nunca pensé vivir algo así. Papá está llorando. Su impenetrable y sobrio rostro se han llenado de lágrimas. Si tú hubieras previsto tanta pena, nunca te hubieras suicidado.
Mamá está cansada, pero ni ésta ni muchas noches, durante muchos años, podrá dormir. Y ni esta noche ni ninguna otra dejará de llorarte. Yo tenía mucho miedo de que fuera a enloquecer durante el entierro. Pero mi madre es muy fuerte, y por momentos parece encontrar ligera resignación. Como siempre, es ella quien nos saca adelante; sabe esperar con fe el alivio que nunca llega.
Nancy, nuestra hermana mayor, está bien, al menos eso parece. Nadie lo sabe aún, pero está esperando un hijo. Será varón y llevará un nombre producto de su snobismo: Hazel. Él, Anellisse Karimme, Álvaro Adrián y todos los miembros de la nueva generación de nuestra familia preferirán no hablar de ti; preferirán olvidarte, ignorarte, como si nunca hubieras existido.
Cuando el cortejo fúnebre llegó al panteón, la lluvia era ligera pero tenaz. Los empleados aún no colocaban los toldos para proteger a los familiares y buenos amigos que te acompañaban por última vez:
—Órale hijos de la chingada, qué esperan —no soporte más y les grité.
—Hijo... que la gente te mira —me espetó doña Gloria Velasco Baños, nuestra madre.
No cabe duda, en ocasiones mi mamá tiene reacciones surrealistas. Era el momento más triste de nuestras vidas y se daba tiempo para recordarme la “educación” y las “buenas maneras”.

Kito:

Cuando, a manera de despedida, terminamos de cantarte las canciones que más te gustaban, quise ser yo quien cubriera con tierra tu ataúd, pero mis tenues fuerzas y los amigos sólo me permitieron dar dos paladas.
Lo que pasó después no lo recuerdo bien, no pensaba. Las lágrimas no me dejaron contemplar con lucidez el estúpido ritual. Sólo pude recordarte: tu sonrisa, tu voz y el brillo de tus ojos que no volveré a ver.
Necesito narrar tu vida. Que tu muerte no sea en vano. Que tu talento y tu recuerdo no se pierdan con la partida de tu cuerpo. Pagarte tanto y cobrarme otro poco: los dos sabíamos del cariño mutuo, pero no lo expresamos ni lo aprovechamos suficientemente.Cada una de estas palabras me duelen y en muchas de ellas tengo que regresar a momentos que no quisiera recordar. Vuelvo al sufrimiento que dejó tu huida. Pero tengo que hacerlo para asegurarme de no olvidarte, para que el tiempo no supere a la memoria.