La cuerda ensangrentada (Prefacio de la novela)

Alvaro Ramírez Velasco

“No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba... ”
José Alfredo Jiménez


Te bajamos lento. Te bajamos con mucho, mucho dolor. Los cirios se apagaron. Quedaste en el panteón, solo, sin calor, ya sin agonía. Con la calma fría que dejó la lluvia que acompañó tu entierro.
¿Qué me queda Kito?, ¿tu recuerdo?, este recuerdo que con los años superarán los días, los deberes, los amigos, los hijos. O tu esencia, tu forma de ser, tus canciones, tu ironía, tú.
No he podido llorar como quisiera, a mares, sin fin, quebrándome por dentro. A veces río cuando alguno de tus amigos, Óscar o el Gaby, cuentan alguna de tus anécdotas pueriles, divertidas, maliciosas.
A veces lloro cuando en tu cuarto busco inútilmente el olor que dejaba tu cruda bohemia, cuando reflexiono lo que pasa y sé que nunca volverás a tocar tu guitarra Ibáñez eléctrica.
Te amo y sé que te lo dije muchas veces, cuando me contestabas: “ya cabrón deja de estar chingando...” Lo sabías muy bien, y tal vez hasta inconscientemente te hacía falta mi cariño cuando te sentías solo y profundamente deprimido, tanto o más como hoy me hace falta escucharte, por lo menos mentándome la madre, igual que cuando te despertaba temprano, te abrazaba y te besaba.
No me lo explico. No sé cuándo mutaste del niño cariñoso y noble que solíamos ver, al hombre prematuramente amargado y ansioso. No fue sólo cuestión de edad o inmadurez, fue algo más que te hizo sufrir hasta el último respiro, y que sólo tú conociste.
Qué inútil resulta buscar las explicaciones que nos exoneran de culpa y esbozan la calma. Simplemente no hay caso. En nuestra familia se estila la ausencia de comprensión. Seguramente por eso no la buscaste entre nosotros. Quizá alguno de tus amigos, para quienes eras alegre, talentoso y feliz, lo sepa; ahora eso ya no importa.
¡Cuántas pendejadas me abordan hoy! Pero necesito escribirte esto, escribírselo a todos, absolutamente a todos los que te conocieron. Decirles: me duele, me quema y me rompe lo que siento; contarles mi parte de culpa. Porque en esta tragedia todos tenemos algo de culpa: hay buenos y malos; víctimas y verdugos.
Seguramente los últimos cinco minutos de tu vida fueron tan crueles como los primeros cinco meses sin ti, de infierno. Estuviste, tal vez, cinco minutos ante la disyuntiva de acabar con tu vida. Cuando pusiste la soga en tu cuello, posiblemente pensaste en mamá, pero no diste marcha atrás; pensaste en papá, pero no diste marcha atrás; pensaste en todo lo vivido, pero no diste marcha atrás.
Moriste lento, con la ansiedad que causa la falta de aire, la tráquea estrangulada, el cuello sangrante, mientras la vida se va.
Tuviste la última oportunidad que da la vida, pero elegiste la soga. La muerte la sentiste sólo un momento, minutos, segundos tal vez. Ahora ese dolor, esa angustia, esa muerte, a nosotros nos las dejas para siempre.
La gente comienza a irse; se quedan con nosotros sólo los más allegados. Cony, nuestra vecina, quien en dos días casi no ha dormido, arregla con los de la funeraria lo pendiente. Ella es abogada como papá y sabe de estos trámites.
Mañana es año nuevo. El próximo 16 de enero hubieras alcanzado los veinte años.
¡Carajo!, cuánto dolor.
Nunca pensé vivir algo así. Papá está llorando. Su impenetrable y sobrio rostro se han llenado de lágrimas. Si tú hubieras previsto tanta pena, nunca te hubieras suicidado.
Mamá está cansada, pero ni ésta ni muchas noches, durante muchos años, podrá dormir. Y ni esta noche ni ninguna otra dejará de llorarte. Yo tenía mucho miedo de que fuera a enloquecer durante el entierro. Pero mi madre es muy fuerte, y por momentos parece encontrar ligera resignación. Como siempre, es ella quien nos saca adelante; sabe esperar con fe el alivio que nunca llega.
Nancy, nuestra hermana mayor, está bien, al menos eso parece. Nadie lo sabe aún, pero está esperando un hijo. Será varón y llevará un nombre producto de su snobismo: Hazel. Él, Anellisse Karimme, Álvaro Adrián y todos los miembros de la nueva generación de nuestra familia preferirán no hablar de ti; preferirán olvidarte, ignorarte, como si nunca hubieras existido.
Cuando el cortejo fúnebre llegó al panteón, la lluvia era ligera pero tenaz. Los empleados aún no colocaban los toldos para proteger a los familiares y buenos amigos que te acompañaban por última vez:
—Órale hijos de la chingada, qué esperan —no soporte más y les grité.
—Hijo... que la gente te mira —me espetó doña Gloria Velasco Baños, nuestra madre.
No cabe duda, en ocasiones mi mamá tiene reacciones surrealistas. Era el momento más triste de nuestras vidas y se daba tiempo para recordarme la “educación” y las “buenas maneras”.

Kito:

Cuando, a manera de despedida, terminamos de cantarte las canciones que más te gustaban, quise ser yo quien cubriera con tierra tu ataúd, pero mis tenues fuerzas y los amigos sólo me permitieron dar dos paladas.
Lo que pasó después no lo recuerdo bien, no pensaba. Las lágrimas no me dejaron contemplar con lucidez el estúpido ritual. Sólo pude recordarte: tu sonrisa, tu voz y el brillo de tus ojos que no volveré a ver.
Necesito narrar tu vida. Que tu muerte no sea en vano. Que tu talento y tu recuerdo no se pierdan con la partida de tu cuerpo. Pagarte tanto y cobrarme otro poco: los dos sabíamos del cariño mutuo, pero no lo expresamos ni lo aprovechamos suficientemente.Cada una de estas palabras me duelen y en muchas de ellas tengo que regresar a momentos que no quisiera recordar. Vuelvo al sufrimiento que dejó tu huida. Pero tengo que hacerlo para asegurarme de no olvidarte, para que el tiempo no supere a la memoria.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé cómo ni por qué vine a dar aquí, pero qué puñetazo del letras al alma. Me conmueves. Margarita

Luis velez (el gabi) dijo...

no creo que el tiempo borre los recuerdo que estan en el corazon, ya han pasado 15 años y aun no puedo olvidar la ultima noche.